A todos los que luchamos
día a día contra los hongos nos preocupa su resistencia a los fungicidas, pero
la verdad es que no acabamos bien de comprender como se genera y desconocemos
como se puede evitar o –al menos– gestionar. Y eso que no es precisamente un
fenómeno nuevo; los primeros casos se dieron apenas unos años después de la
aparición de los primeros fungicidas sistémicos –a finales de los años 60 del
siglo XX
[1]– y
desde entonces no han cesado de aparecer resistencias en casi todas las
especies de
hongos fitopatógenos. Y, antes de seguir, hay
que dejar muy claro que no siempre la falta de eficacia en el campo de una
aplicación fungicida significa que haya aparecido una resistencia, muchas veces
esta ausencia de control se debe a una mala aplicación, a condiciones
ambientales inadecuadas o incluso a un mal diagnóstico del hongo patógeno.
Antes
de hablar de resistencias en una determinada combinación de patógeno y materia
activa es necesario constatarla en condiciones controladas, es decir, con
pruebas de laboratorio; pero lo cierto es que en muchas ocasiones las
pruebas de laboratorio han confirmado la aparición de cepas resistentes,
después de que los agricultores y técnicos nos hartásemos de gritar al viento
que el producto ya no servía para nada (y en Almería tenemos algo de
experiencia en eso)
Como trata de explicar la
primera imagen, afortunadamente la aparición de una resistencia para una
combinación fungicida/hongo fitopatógeno no siempre significa que esa materia
activa pierda totalmente su eficacia; al fin y al cabo no todas las cepas de un
hongo muestran la misma sensibilidad a una materia activa. En este sentido las
resistencias a los fungicidas pueden ser de dos tipos: a) la
resistencia
cualitativa,
en la que hay marcadas diferencias de sensibilidad
entre las cepas que, o bien son muy sensibles, o bien son muy resistentes
–hasta un grado que roza la inmunidad– a una determinada materia activa y b) la
resistencia cuantitativa,
en la que cada cepa muestra un grado
de resistencia distinto que oscila entre la total sensibilidad y la inmunidad,
pasando por cepas con niveles intermedios. La resistencia del mildiu de los
tomates (
Phytophthora infestans) a las fenilamidas o del oídio de las
cucurbitáceas (
Podosphaera xanthii) a determinadas estrobilurinas son
ejemplos clásicos de
resistencias cualitativas; mientras que la que
muestran los oídios a los fungicidas DMI (triazoles y afines) es el mejor
ejemplo de
resistencia cuantitativa. Desde el punto de vista genético,
las
resistencias cualitativas están controladas por pocos genes –en
ocasiones sólo por uno–, por eso las cepas que poseen el alelo
[2]
resistente son prácticamente inmunes; por el contrario,
las resistencias
cuantitativas están controladas por muchos genes y las cepas son más o
menos resistentes en función del número de alelos resistentes que porten.
También hay que tener en cuenta que
cuando un hongo fitopatógeno desarrolla
resistencia a una materia activa es muy frecuente que también se vuelva
resistente a otras materias activas de la misma familia o que actúen en el
mismo punto de acción, fenómeno que se conoce como
resistencia
cruzada. Mucho menos habitual es que la resistencia a una materia
activa convierta a un hongo en sensible a otra materia activa, pero a veces
ocurre y se conoce como
resistencia cruzada negativa[3].
Para terminar con el rosario de definiciones,
a veces ocurre que una misma
cepa muestra resistencia a varias materias activas que ni son de la misma
familia ni tienen el mismo punto de acción, todo un
“superbicho” que
presenta
lo que se llama resistencia múltiple[4].
Pero… ¿cómo se defienden
los hongos? ¿En que se basa su resistencia a los fungicidas? Pues evidentemente
depende de cada caso y aún quedan muchísimas lagunas científicas en este tema,
pero después de décadas de investigación se han descubierto unos cuantos
métodos… Como comentamos en el post anterior, los fungicidas son moléculas que
interfieren en el metabolismo de los hongos, así que éstos para defenderse
alteran su metabolismo. Unas veces
cambian el punto de acción donde se fija
el fungicida a la enzima diana; así los hongos resistentes a los
benzimidazoles han cambiado la forma del extremo de su β-tubulina y pueden
formar los microtúbulos sin problemas, los resistentes a los fungicidas QoI
(las estrobilurinas) han alterado el citocromo bc-1 de sus mitocondrias para
seguir respirando y los oomicetos resistentes a fenilamidas han cambiado la
configuración espacial de su ARN-polimerasa y pueden realizar la transcripción
genética sin mayores problemas. Este es el mecanismo más peligroso y complicado de gestionar, porque
genera
resistencias cualitativas en las que –como vimos más arriba– las
cepas resistentes son inmunes al pesticida. El resto de los mecanismos de
resistencia generan
resistencias cuantitativas –menos complicadas de
gestionar– y han sido muy estudiados para los fungicidas DMI (triazoles y
afines), a veces los hongos
incrementan la producción de la enzima afectada
por el fungicida –y siguen produciendo ergosterol tan ricamente–; otras
veces
reducen las necesidades del producto que fabrica la enzima diana
–y sobreviven al necesitar menos ergosterol para formar sus membranas–; o
incrementan
la excreción del fungicida –y consiguen algo así como “vomitar” el veneno
antes de que les afecte–, o directamente
disminuyen la absorción del
fungicida –y lo que no entra en sus células no puede afectarlos–. Incluso
en algunas ocasiones han sido capaces de
desarrollar rutas metabólicas
alternativas que les permiten prescindir de la enzima diana; en algunas
cepas de oídio resistentes a fungicidas QoI se ha encontrado un metabolismo de
respiración celular alternativo con el que consiguen, aunque con menos eficiencia,
sintetizar ATP –¡ahí es na!–.
Y… ¿Cómo aparecen esos
cambios en el metabolismo del hongo? ¿De dónde salen esos extraños genes que les
permiten sobrevivir a los más sofisticadas armas de la industria química? Para
entender como aparecen resistencias a fungicidas en los hongos –o en cualquier
otro patógeno– es necesario saber cómo funciona la
evolución, o –más
concretamente– la
selección natural. El ejemplo más clásico de cómo
actúa la
selección natural –que aparece en todos los libros de biología–
es el de la
mariposa del abedul inglesa (
Biston betularia) Esta polilla
presenta dos patrones de coloración, uno casi blanco y otro casi negro, y hasta
1850 predominaba de forma abrumadora la forma más blanca –ya que se mimetizaba
mejor en la corteza clara de los chopos ingleses–, pero cuando comenzó la
revolución industrial y las chimeneas de las fábricas de Manchester cubrieron
sus alrededores de carbonilla, la corteza de los chopos se tornó más oscura y
en esta ciudad comenzó a predominar la forma negra –que ahora se ocultaba mejor
de los pájaros hambrientos– hasta el punto de que a mediados del siglo XX la población
inglesa de esta mariposa era mayoritariamente negra; sin embargo cuando a
principios del siglo XXI las medidas anticontaminación disminuyeron las
emisiones de humos de la industria británica, las polillas volvieron a ser
mayoritariamente blancas. Los niveles de contaminación cambiaron a las
mariposas, pero tanto antes como después de que el humo cubriese Manchester
hubo –y habrá– mariposas de ambos colores; o sea,
la selección natural actúa
sobre la diversidad genética existente, pero ni la crea ni elimina
completamente los caracteres peor adaptados –quién sabe si no harán falta
en un futuro–. La evolución trata siempre de salvaguardar la diversidad
genética, a fin de cuentas la mejor manera de no perder en la ruleta evolutiva
es apostar a todas las combinaciones posibles. Los genes de resistencia a los
fungicidas de nuestros mortales enemigos fúngicos son como las polillas de
color negro; siempre habían estado allí, formando parte de la diversidad
genética de los hongos fitopatógenos, pero han pasado desapercibidos hasta que
–cuando empezamos a utilizar fungicidas– cambiamos las condiciones evolutivas en
nuestros agroecosistemas.
Como todos los seres vivos,
los hongos obtienen y mantienen variabilidad genética mediante tres procesos:
mutación,
recombinación y
migración. Simplificándolo mucho, el genoma
completo de una especie se parece a una baraja de cartas, en la que los naipes
corresponden a los distintos alelos de cada gen y cada individuo juega la partida
evolutiva con la mano que le tocó en suerte cuando fue concebido por sus
progenitores. Pues bien, como todo el mundo más o menos sabe, la información
genética se almacena en una molécula denominada ADN, que ha de copiarse
continuamente para permitir el crecimiento –la formación de nuevas células– y
la reproducción –la formación de nuevos organismos–. Estos mecanismos de copia
del ADN son muy precisos, pero muy de vez en cuando –en los hongos, aproximadamente
1 de cada mil millones de veces– se produce un error; a este error se le
denomina
mutación y origina de la nada un nuevo alelo –o sea, una nueva
carta en la baraja–. La inmensa mayoría de las mutaciones no son beneficiosas
para el organismo que la porta –no todos los nuevos naipes van a ser ases–,
pero si no causan la muerte serán heredadas por su progenie y contribuirán a
aumentar la diversidad genética de su especie. Una vez originado de la nada el
nuevo alelo mediante
mutación, es la
recombinación –que no es
otra cosa que combinar de distintas maneras los alelos disponibles en cada
progenitor antes de la reproducción sexual, lo que equivaldría a barajar los
naipes antes de dar cartas– el proceso que reparte este nuevo alelo en la
población. La
recombinación ocurre durante la
meiosis, justo en la formación de los gametos
–si hablamos de oomicetos– o de las esporas sexuales –si lo hacemos de hongos
verdaderos–. En este punto alguien puede preguntarse qué pasa con los
ascomicetos en donde no se ha observado fase sexual –o ésta es muy rara–, que
son la inmensa mayoría de los patógenos a los que nos enfrentamos... Pues bien,
a pesar de no tener fase sexual donde recombinar sus genes, muestran una enorme
diversidad genética; sin ir más lejos
un estudio sobre Botrytis cinerea
realizado en los propios invernaderos de Almería –incluso en alguno que yo mismo visitaba
por aquel entonces– encontró más de 100 aislados distintos, no siendo raro que
aparecieran varios en el mismo invernadero –más de 20 en algún caso–. Para
explicar esta paradoja se ha propuesto en estos ascomicetos el denominado
ciclo
parasexual –que se ha observado en laboratorio, pero no en la naturaleza–
un complejo proceso a través del cual, gracias a una serie de errores en la
mitosis, puede haber recombinación genética durante la fase asexual (podéis ver
un esquema
aquí y una explicación más detallada
aquí) La última forma de adquirir diversidad genética es la
migración,
donde la llegada de nuevos individuos desde otras zonas geográficas –que hablando
de hongos puede ser simplemente desde el invernadero de al lado– aportaría
nuevos alelos a la población; en este caso, un forastero traería naipes nuevos
a la partida, que normalmente suelen ser bazas ganadoras. Podría parecer un
asunto menor, pero dada la enorme área de distribución de los hongos
fitopatógenos –en muchas ocasiones mundial– la migración es uno de los factores
críticos en la dispersión de los genes de resistencia a los pesticidas. O sea,
que
NO SON LOS FUNGICIDAS LOS QUE PROVOCAN LA MUTACION que origina el
gen resistente –la mutación es un proceso completamente aleatorio–
, sino
que SU USO SELECCIONA los individuos que la portan creando UNA
POBLACION RESISTENTE; por tanto,
la aparición en los cultivos de
poblaciones resistentes a los fungicidas es un proceso inevitable, que
ocurrirá más tarde o más temprano. De todas maneras, hay muchos factores
–distintos para cada combinación hongo-fungicida– que determinan el riesgo de
que aparezcan resistencias: el número de genes implicados, el carácter
dominante o recesivo de los mismos, el modelo de reproducción sexual o
parasexual (como ya vimos, muy distinto para oomicetos, ascomicetos o
basidiomicetos), la capacidad de producción y dispersión de esporas asexuales,…
El FRAC (
Fungicide Resistance Action Committee) clasifica a los hongos
fitopatógenos según su riesgo inherente de generar poblaciones resistentes en
este documento; entre los patógenos considerados de
alto riego tenemos a la plana mayor de las enfermedades fúngicas de los
invernaderos de Almería: La podredumbre gris (
Botrytis cinerea), el
mildiu del tomate (
Phytophthora infestans), el mildiu de las
cucurbitáceas (
Pseudoperonospora cubensis) y el oídio de las
cucurbitáceas (
Podosphaera xanthii –antes
Sphaeroteca fuliginea–)
Pero… ¿Por qué en la misma
especie aparecen poblaciones resistentes para unos fungicidas y para otros no?
Pues porque en esta ecuación de la resistencia el modo de acción de fungicida
también cuenta. No todas las familias de pesticidas tienen el mismo riesgo de
generar una población resistente; cuanto más eficaz sea un fungicida, mayor es
el riesgo de que seleccione solo a las cepas capaces de resistirlo –la
presión evolutiva
a la que se somete al hongo es mayor–. Del mismo modo, cuanto más específico y
concreto sea su(s) punto(s) de acción, mayor es la probabilidad de que exista
entre la población sensible original un mutante resistente que disponga de estrategias metabólicas alternativas. El menor riesgo lo encontramos evidentemente en
los fungicidas multisitio en los que, con una acción eminentemente preventiva y
afectando a múltiples procesos metabólicos, resulta casi imposible que existan
mutantes altamente resistentes; de hecho después de más de 200 años utilizando
azufre y sales de cobre, 80 años utilizando ditiocarbamatos y 50 años
utilizando clortalonil nunca se han detectado cepas resistentes. En el otro
extremo están los fungicidas con un solo punto de acción muy concreto y que
mostraron una eficacia altísima cuando comenzaron a utilizarse en campo, estos
someten a los hongos a una enorme presión evolutiva y rápidamente seleccionan
en la población a los mutantes capaces de resistirlos; de hecho las primeras
cepas resistentes al
benomilo o al
kesoxin metil se detectaron
cuando esas materias activas llevaban apenas dos años en el mercado. El FRAC clasifica
a las distintas familias de fungicidas según
su riesgo de generar resistencias en los cinco grupos que podéis ver en la
cuarta imagen, y para los más problemáticos ha confeccionado guías de
utilización, tendentes a prevenir y retrasar la aparición de resistencias (estas
guías pueden descargarse en la web del FRAC) En la zona de alto riesgo están
los subgrupos A1.- Fenilamidas, B1.- Benzimidazoles, B2.- N-metil-carbamatos y
C3.- fungicidas QoI (
estrobilurinas y afines), todos ellas familias que
ya han generado graves y persistentes problemas de resistencia en campo. Después
hay una serie de familias de las que ya se conocen mutantes resistentes, pero
que por la naturaleza de la resistencia o por su modo de acción no presentan tanto
riesgo de generar poblaciones resistentes en el campo. Hay que aclarar que,
clasificados también como familias de riesgo medio y medio-alto, hay grupos para
los que nunca se han identificado mutantes resistentes, pero que –por las
características de su punto de acción– se teme que puedan llegar a generarlos; de
hecho, prácticamente todos los fungicidas con un único punto de acción son
considerados al menos de riesgo medio por el FRAC.
Pero en definitiva, lo
verdaderamente importante para nuestra práctica diaria es qué podemos hacer
nosotros para evitar que la aparición de poblaciones resistentes a los
fungicidas nos deje sin armas en nuestros cultivos. Pues habría que tener en
cuenta algunas normas básicas que recomienda el FRAC en
este documento. La verdad es que son todas muy lógicas
y sensatas, así que las resumo para los que se asusten del inglés:
1.) No
usar NUNCA una sola materia activa –o varias materias CON EL MISMO MODO DE ACCION– para controlar un hongo durante todo el ciclo de cultivo. Aplicar productos con diferente modo de
acción, alternándolos en diferentes tratamientos. Si se hacen mezclas, hacerlas siempre entre productos con distinto punto de acción y preferiblemente mezclando
fungicidas sistémicos con fungicidas multisitio.
En ningún caso
mezclar fungicidas con el mismo punto de acción;
2.) Aplicar
fungicidas solo cuando sea necesario,
RESTRINGIENDO en lo posible
EL
NUMERO DE APLICACIONES FUNGICIDAS por ciclo de cultivo;
3) Aplicar
el fungicida a las
DOSIS RECOMENDADAS por el fabricante y
SIN
SUPERAR EL NÚMERO DE APLICACIONES POR CICLO DE CULTIVO INDICADO en
la
etiqueta
. 4.) EVITAR la utilización de
DOSIS CURATIVAS
O ERRADICANTES, utilizando los fungicidas a las dosis mínima o media
recomendada;
5.) Utilizar los fungicidas dentro de un programa de
MANEJO INTEGRADO, combinándolos con medidas agronómicas tendentes a reducir
la actividad del hongo fitopatógeno y
6.) Aumentar en lo posible la
DIVERSIDAD QUÍMICA, es decir, el número de familias de fungicidas empleados
durante un ciclo de cultivo. Cada cual puede –ayudándose del poster que
aparecía en el tercer post de esta serie para identificar las distintas
familias de fungicidas– evaluar que tal lo hace en su finca o lo acertadamente
que recomienda en su empresa; personalmente
yo pienso que en Almería lo
hacemos mal y, en muchas ocasiones, rematadamente mal. Entre el
desconocimiento, los intereses comerciales de los distribuidores y –sobre todo–
las disparatadas exigencias de nuestros clientes alemanes galopamos en un caballo
desbocado directos al desastre… al menos en cuanto a resistencias a los
fungicidas se refiere.
Tal y como están las cosas,
en mi opinión solo nos queda una salida, que no es otra que comenzar a
aplicar un Manejo Integrado de hongos fitopatógenos, de forma similar a lo que
ya hacemos con las plagas. Y cualquier programa de Manejo Integrado es
un banco con 4 patas: a) Un profundo conocimiento del agente patógeno, b) establecimiento
de medidas preventivas de tipo agronómico, c) utilización de agentes de control
biológico y d) control químico racional. Y en este banco la pata más coja es el
control biológico de hongos, del que tratará el próximo post.
[1]
El primer fungicida sistémico fue el tiabendazol, lanzado al mercado en 1964.
En 1968 se lanzó el benomilo y apenas un par de años después –en 1970– ya se
encontró en Holanda la primera cepa de Botrytis cinerea resistente a
este fungicida (ver aquí)
[2]
Un alelo no es otra cosa que las distintas cadenas de ADN que
pueden ocupar el locus o sitio físico que,
dentro del mapa genético del organismo,
corresponde a un gen en concreto. Sé que para
los no iniciados no es un concepto tan fácil, pero no voy a convertir este post
en una clase de genética; bastante largo me ha salido ya.
[3]
El SUMICO (carbendazima+dietofencarb), uno de los productos “míticos” contra
podredumbres –que algunos recordarán de tiempos en que teníamos más pelo y
menos barriga–, aprovechaba este fenómeno. Las cepas resistentes a
benzimidazoles como la carbendacima (que llegaron a ser prácticamente todas las
de Almería) son sin embargo muy sensibles al dietofencarb, circunstancia que se
aprovechó para formular un producto supuestamente erradicante, mezclando dos
fungicidas con el mismo punto de acción. Al principio la cosa funcionó bien;
pero acabó como el rosario de la aurora, porque su uso generalizado seleccionó
rápidamente cepas resistentes a ambos fungicidas.
[4]
Y siguiendo con la historia de las podredumbres en la horticultura almeriense
de finales del siglo XX, el SUMICO se alternaba continuamente con otro producto
“mítico”: el famoso SUMISCLEX, a base de procimidona (una dicarboximida) Tanto
se abusó de esta alternativa, que acabaron apareciendo cepas resistentes a las
tres materias activas; así que la Botrytis campaba por sus respetos en
nuestros cultivos a finales del siglo pasado, a pesar de los reiterados
tratamientos con los dos productitos de marras. De este círculo vicioso nos
sacó la salida al mercado del SWITCH, que –como hemos podido comprobar este
año– ya no es lo que era; pero –como dijo Michael Ende en La historia interminable–
“esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión“.